Bicho Canasto
Agustín Mario Ruiz Peña.
In memoriam
La
primera vez que vi un muerto tenía quince años. El muerto. Yo tenía trece. De
ese año, del noventa y ocho, sólo recuerdo ese día. Hago el intento, busco títulos
de canciones, películas, ropa de moda (¿se usaría el vestido de jean?), y no encuentro.
Nada. Soy incapaz de arriesgar qué materias aprobé y cuáles me llevé a
diciembre. Tampoco sé a qué le tenía miedo, si es que a esa edad se le tiene
miedo a algo. Sin embargo, me acuerdo de la charla que tuve con Agustín y de la
apuesta que hicimos. Ahora que lo escribo me doy cuenta de que hubiese querido
recordar todo el año y olvidar para siempre ése día, aunque después, más
adelante, me contradiga. Recuerdo que era viernes porque a la noche daban
Rompeportones, y que era fin de semana largo, porque veinticinco de mayo caía sábado.
También que fue, ése, el único viernes de sol de aquel mayo.
La
directora interrumpió la clase de geografía, en plena explicación sobre el
movimiento de las placas tectónicas, para decir que necesitaba una alumna que
hiciera de cocinera. El acto lo está organizando tercer año, dijo la directora,
pero la que se había postulado para ese papel se enfermó. A las chicas de
primero nos gustaban los chicos de tercero. Algunos fumaban, tenían pelo largo
y aritos en las cejas que durante las clases se tapaban con curitas. En las
horas libres las chicas de primero desfilábamos por el pasillo del aula de los
de tercero y subíamos y bajábamos, una y otra vez, la escalera que daba a la
puerta para que nos vieran las calzas que llevábamos debajo del Jumper. Todos
los viernes, a la salida del colegio, solíamos quedarnos en el kiosco de la
esquina para esperarlos e intentar hablar con ellos. Pocas veces lo
conseguíamos: a los chicos de tercero les gustaban las chicas de quinto.
Fui
la primera en levantar la mano y la última en sumarme al ensayo. Parecía el
doble de grande el gimnasio: dos gimnasios de los de siempre. Era
desconcertante verlo así: no había red y los aros de básquet estaban
amontonados contra la puerta del baño. En el centro, unos bancos ordenados en
forma de cruz, con bandejas de empanadas y pastelitos. El olor a frito se
sentía desde el patio.
El
ensayo era casi tan serio como la cara de nuestro rector: sobre el escenario, sentados
alrededor de una mesa con un mantel rojo de una tela que encandilaba de tan
brillante, estaban los cinco actores principales: Saavedra, Paso, Moreno,
Belgrano y Castelli. Me costó identificar a Agustín: tenía patillas (parecían
reales a pesar de ser maquillaje), saco negro y pañuelo blanco en el cuello. Pero
no era el único con ese vestuario: todos parecían ser la misma persona. Lo
reconocí por los hoyuelos al costado de la boca cuando me sonrió por primera
vez. Era común escuchar hablar a mis compañeras sobre la sonrisa de Agustín:
Agustín y sus hoyuelos, Agustín y su irresistible dulzura. A mí me parecía
lindo, Agustín, pero decía ¡qué exageradas! cada vez que las escuchaba hablar
de él y sus hoyuelos y su sonrisa. Y después de esa tarde, después de la sonrisa
dedicada, mis compañeras dejaron de parecerme exageradas y ¡qué olor a frito!
fue lo único que se me ocurrió decirle a Agustín cuando se acercó a hablarme. Lo
había visto bajar del escenario y caminar hacia donde yo estaba. Pero creía que
en algún momento iba a desviarse. Ahí viene, se desvía, viene para acá, se
desvía, está por llegar, no se desvía. Se acerca y me sonríe. Por segunda vez. Después
dice que él no siente olor a nada y me pregunta por qué estoy ahí, por qué participo
del acto si estoy en primero y yo pensé en decirle la verdad, que estaba
reemplazando a la cocinera porque se había enfermado, o mejor, que quería estar
entre los de tercero, pero terminé diciéndole que me había colado en un casting
que había improvisado la directora en el laboratorio y que había sido
seleccionada para ese papel. Me pidió si podía guardarle un pastelito de
membrillo. Le pregunté qué me daba a cambio. Agustín sonrió. Se le hicieron hoyuelos.
Y en ese momento hicimos una apuesta.
Se
acercaba la hora del acto y los cursos se iban ubicando por fila, de primero a
quinto, frente al escenario. La primera fila estaba reservada para los
directores. Los próceres repasaban la letra en bambalinas. Yo no repasaba nada
porque mi papel era mudo. Lo único que tenía que hacer era repartir pastelitos cuando todos firmaran el
famoso acuerdo. Las maestras repartían escarapelas. El hijo de Nelly, la
portera del turno mañana, se robaba las empanadas a escondidas y las vendía en
el patio a un peso. Los padres de los chicos que actuaban hacían cola para
ingresar al gimnasio y le compraban las empanadas al hijo de Nelly. Agustín
estaba vivo y en ese momento era Castelli, y aunque Castelli estuviese muerto desde
hacía doscientos años nadie sospechaba que dentro de cinco horas iba a morirse
por segunda vez.
Pasado
el mediodía el acto había terminado: los próceres, contentos, las maestras,
orgullosas, los alumnos, aburridos, las empanadas, vendidas. El hijo de Nelly,
en penitencia. Las de primero ya estaban en el kiosco de la esquina esperando a
los de tercero que tardaron en salir por las felicitaciones y el maquillaje. Los
padres, amontonados en el portón verde, y las escarapelas y los alfileres desparramados
por la vereda. Agustín y yo fuimos los últimos en salir y llegar al kiosco.
-¿Es
verdad que te dicen bicho canasto?
-¿quién
te dijo eso?
-ah,
viste que es verdad.
-no
es verdad
-¿y
por qué te pusiste colorado?
-porque
me da el sol
-Dale,
bicho
-no
me digas bicho
-
¿canastito?
-¡menos!
-bueno,
no te enojes. Te queda lindo el apodo.
-me
tengo que ir
-¿nos
vemos el lunes?
Entre
la una y las seis de la tarde mi recuerdo se parece al del resto del año. Hay
un hueco y es blanco. Se desdibujan las caras y las voces. No hay música. Seis
horas de película velada. Recuerdos como pedacitos de papel glasé que fueron
hechos con un punzón demasiado irregular. La barrera baja, el sonido de la
alarma, gente amontonada en la estación protestando por la demora del tren, el
tren siempre se retrasa cuando uno está apurado, y siempre estamos apurados, cabezas
que salen por las ventanillas del tren para ver qué pasa, y cinco minutos, diez
minutos, veinte minutos y la barrera sigue estando baja y yo sólo quiero
cruzar, ir de oeste a este, como todas las tardes, y pienso en hacerlo igual, en
cruzar aunque la barrera esté baja y suene la alarma porque nosotros, los
vecinos del barrio con división política, estamos acostumbrados a cruzar con la
barrera baja, con la luz roja, con la alarma que no deja de sonar, porque
seguro que se activó sola o antes de tiempo porque pasó lo mismo ayer y la
semana pasada y ahora el tren está ahí, detenido en la estación y están los
bomberos, hay un autobomba, y alarma de bomberos y avanzo y cruzo y el tren sigue
detenido y llego al otro lado, al este, y me encuentro con esa chica linda de
quinto que me dice ¿viste qué horror?
Le
decían bicho canasto porque cuando nació era negrito y peludo pero yo no me
enteré de eso hasta el día siguiente. Estar en el colegio un sábado a la mañana
era raro. Pero más raro era ver una fotografía de Agustín y su nombre completo,
Agustín Mario Ruiz, en un cartel pegado en el portón verde, y el kiosco cerrado
y yo ahí, y Nelly con los ojos llorosos y sin su hijo; el dolor de panza y las
ganas de vomitar, el mareo por el olor de las flores. Mi mano dejando una tira
de mielcitas al lado del cajón.