martes, 15 de noviembre de 2011

Invitaciones superfluas

Querría que vinieras a mi casa una noche de invierno y que, abrazados tras los cristales, mientras miramos la soledad de las calles vacías y heladas, recordásemos los inviernos de los cuentos, donde vivimos juntos sin saberlo. Por los mismos senderos encantados pasamos de hecho tú y yo con pasos tímidos, juntos caminamos a través de los bosques llenos de lobos, e idénticos genios nos espiaban desde las matas de musgo suspendidas de las torres, entre el revoloteo de los cuervos. Juntos, sin saberlo, desde allí quizá miramos ambos hacia la vida misteriosa que nos aguardaba. Allí palpitaron en nosotros por primera vez locos y tiernos deseos. «¿Te acuerdas?», nos diremos uno a otro, estrechándonos suavemente en la cálida estancia, y tú me sonreirás confiada mientras fuera suenan lúgubremente las planchas de metal sacudidas por el viento. Pero tú –ahora me acuerdo– no conoces los cuentos antiguos de los reyes sin nombre, de los ogros y los jardines embrujados. Nunca pasaste, embelesada, bajo los árboles mágicos que hablan con voz humana ni golpeaste a la puerta del castillo desierto ni caminaste de noche hacia la lumbre que está muy muy lejos ni te dormiste bajo las estrellas de Oriente, acunada por la piragua sagrada. Tras los cristales, en la noche de invierno, probablemente permaneceremos mudos, yo perdiéndome en los cuentos muertos, tú en otros cuidados para mí desconocidos. Yo preguntaría «¿Te acuerdas?», pero tú no te acordarías.
Querría pasear contigo un día de primavera, con el cielo de color gris y con el viento arrastrando todavía por las calles alguna hoja rezagada del año anterior, por los barrios de las afueras; y que fuese domingo. En esos lugares surgen a menudo pensamientos melancólicos y grandes, y en ciertas horas vaga la poesía, uniendo los corazones de los que se aman. Nacen además esperanzas que no se saben expresar, propiciadas por los horizontes inmensos de detrás de las casas, de los trenes que huyen, de las nubes del septentrión. Nos cogeremos de la mano sin más y caminaremos a paso vivo, diciendo cosas tontas, estúpidas y entrañables. Hasta que las farolas se encenderán y de las tristes casas de vecindad saldrán las historias siniestras de las ciudades, las aventuras, las soñadas novelas. Y entonces callaremos, siempre cogidos de la mano, pues nuestras almas se hablarán sin palabras. Pero tú –ahora me acuerdo– nunca me dijiste cosas tontas, estúpidas y entrañables. Ni puedes amar, por tanto, esos domingos que digo, ni tu alma sabe hablar a la mía en silencio, ni reconoces en el momento justo el encanto de las ciudades ni las esperanzas que bajan del septentrión. Tú prefieres las luces, la gente, los hombres que te miran, las calles donde dicen que se puede encontrar la fortuna. Tú y yo somos diferentes, y si vinieras a pasear ese día dirías que te cansabas; sólo eso, nada más.
Querría también ir contigo de veraneo a un valle solitario, riendo continuamente por las cosas más tontas, a explorar los secretos del bosque, de los caminos blancos, de ciertas casas abandonadas. Pararnos en el puente de madera a contemplar el agua que corre, escuchar en los postes del telégrafo aquella larga historia sin fin que viene de una punta del mundo y quién sabe dónde irá. Y coger flores de los prados y allí, tumbados sobre la hierba, en el silencio del sol, contemplar los abismos del cielo y las blancas nubecillas que pasan y las cumbres de las montañas. Tú dirías «¡Qué bonito!». No dirías nada más porque seríamos felices; nuestro cuerpo habría perdido el peso de los años, nuestras almas estarían rejuvenecidas, como si acabaran de nacer.
Pero tú –ahora que lo pienso– mirarías, me temo, alrededor sin entender, y te detendrías preocupada a examinarte una media, me pedirías otro cigarrillo, impaciente por volver. Y no dirías «¡Qué bonito!», sino otras cosas insustanciales que a mí nada me importan. Porque desgraciadamente eres así. Y no seremos felices ni siquiera un instante.
Querría también –déjame decírtelo– atravesar contigo del brazo las grandes avenidas de la ciudad un atardecer de noviembre, cuando el cielo es de puro cristal. Cuando los fantasmas de la vida corren sobre las cúpulas y rozan a la gente oscura que va por el fondo del foso de las calles, ya colmadas de preocupaciones. Cuando recuerdos de edades dichosas y nuevos presagios pasan sobre la tierra dejando tras de sí una especie de música. Con la ingenua soberbia de los niños miraremos las caras de los demás, miles y miles, que pasen a torrentes a nuestro lado. Nosotros despediremos sin saberlo un resplandor de júbilo y todos se verán obligados a mirarnos, no con envidia ni mala intención, sino sonriendo ligeramente, con ánimo bondadoso, gracias a la noche, que cura las debilidades del hombre. Pero tú –lo sé bien–, en vez de mirar el cielo de cristal y las aéreas columnatas iluminadas por el último sol, querrás pararte a mirar los escaparates, las alhajas, el dinero, las sedas, esas cosas mezquinas. Y no repararás por tanto ni en los fantasmas ni en los presentimientos que pasan, ni te sentirás, como yo, llamada a una suerte de la que ufanarte. Ni oirás esa especie de música ni entenderás por qué la gente nos mira con benevolencia. Tú pensarás en tu pobre mañana y en vano por encima de ti las estatuas de oro de las agujas levantarán sus espadas a los últimos rayos. Y yo estaré solo.
Es inútil. Tal vez todo esto sean tonterías y tú mejor que yo sin pretender tanto de la vida. Tal vez tengas razón y sea una estupidez intentarlo. Pero al menos –eso sí, al menos– querría volver a verte. Sea como sea, estaremos juntos de algún modo y hallaremos la felicidad. No importa si de día o de noche, en verano o en otoño, en un pueblo desconocido, en una casa desnuda, en un triste hostal. Me bastará tenerte junto a mí. No estaré allí –te lo prometo– para escuchar los crujidos misteriosos del techo ni miraré las nubes ni haré caso a las músicas ni al viento. Renunciaré a esas cosas inútiles que yo, sin embargo, amo. Tendré paciencia si no entiendes lo que te digo, si hablas de cosas ajenas a mí, si te quejas de la ropa vieja y del dinero. No estarán allí eso que llaman poesía, las esperanzas comunes, las tristezas tan queridas del amor. Pero te tendré junto a mí. Y conseguiremos, ya lo verás, ser bastante felices, con mucha sencillez, hombre y mujer solamente, como pasa en todas partes del mundo.
Pero tú –ahora lo pienso– estás demasiado lejos, a centenares y centenares de kilómetros difíciles de franquear.
Tú estás dentro de una vida que desconozco, y a tu lado están los otros hombres, a los cuales probablemente sonríes, como a mí en otros tiempos. Y poco tiempo ha hecho falta para que te olvidaras de mí. Probablemente ni siquiera alcanzas a recordar mi nombre. Yo ahora ya he salido de ti, perdiéndome entre las innumerables sombras. Y, sin embargo, no hago más que pensar en ti, y me gusta decirte estas cosas.


Dino Buzzati

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